Hace mucho tiempo, recuerdo, frené mi auto al costado de una ruta sin fin. Me veía obligada, necesitaba por un momento estar sola, contemplar el paisaje que se alzaba frente mí. Los colores, que se revelaban dando vueltas, deseosos de atención, me habían dejado perpleja. Era una buena oportunidad para tomar mi cámara, y, cuando lo hice no terminaba de encontrar ángulos y ángulos; así, de golpe, me había convertido en la dueña de ese lugar, y entre el brillo del sol y el olor a campo, solo recuerdo el chasquido de cada foto que se almacenaba en mi cámara, en mi memora, en mi alma, para siempre. Cuando terminé, si es que alguna vez se termina cuando se trata de admirar, algo me había dejado exhausta. Pude notar que en un largo rato nadie había pasado por ahí, de modo que nadie lo haría ahora, pensé. Entonces decidí sentarme, apoyando mi espalda contra una de las ruedas del auto, y saque mi cuaderno. Mi lápiz vagaba inútilmente por la hoja, sin poder encontrar las palabras para describir lo que estaba viendo, lo que me atravesaba en ese momento, convirtiéndome en una persona nueva. Recuerdo el olor del auto, que se mezclaba con el de los girasoles que había robado del campo de Teresa y enganchado en mi pelo. Recuerdo, y más que recordar, añoro, la cantidad de colores, la majestuosidad de la naturaleza, pues nunca, en los años que he vivido desde ese entonces, algo así volvió a pasarme. Llorar se me hacia tan fácil como reír, y tenia tantas ganas de salir corriendo como de acostarme ahí, en ese precioso lugar, esperando que el tiempo hiciera su trabajo.
No se en realidad cuanto tiempo habré estado allí, en ese estado de éxtasis puro, que no se comparaba con nada. Estábamos todos los que habían estado siempre, como siempre. Sin manifestarse, silenciosos, ocultos, latentes y apasionados, ahora mas que nunca. De repente, como si hubiese estado planeado, imágenes de mi vida me envolvían la mente y ya nada pudo alejarme de ahí. Quería quedarme, entrar, bailar por ese sendero de recuerdos que se había abierto. Y así fue. Como en una danza secreta podía verme a mi misma casi tocando, palpando, reviviendo cada momento. Aquel baúl con el que alguien me había dejado en el mundo hace ya mucho tiempo, aquel mismo baúl que había cargado durante toda mi vida, aquel del que tantas veces había querido deshacerme y aquel que a veces fue lo único a lo que pude aferrarme, ahora se abría. Era una revelación mágica de amor y dolor, en donde, de pronto, sentí batirse mi sangre tan intensamente que ya no pude controlar lo que pasaba.
En un instante los girasoles de Teresa ya no olían, los colores se habían esfumado y me era difícil encontrar un ángulo, pues hacia donde yo movía mi mirada nacía un humo que me empañaba. Y entonces, lo peor. El baúl, que se cerraba; que ya no brillaba y que ahora me inundaba de miedo, haciéndome temblar. Lo sentía mirándome amenazante con una mezcla de dolor y odio; dolor, por el camino por el que lo había arrastrado; odio, por su destino, que, claro, yacía en mis manos.
Eran las siete, gracias a Dios. “Ya pasó” pensé.
Y, a veces, me convenzo de que no, que no pasó, y emprendo el camino, llena de esperanza, a la ruta sin fin.